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martes, 13 de noviembre de 2012

La habitación de dentro.

Allí estaba él, sentado, solo. En su banca habitual, con un rictus que pretendía simular ver la gente al pasar.

Pero la verdad es que allí estaba sólo su cuerpo. Él no. Sí y no. Porque el verdadero "él" estaba dentro de sí. En esa habitación a la que le gustaba llamar su "mente". Una habitación que ahora sólo le causaba repulsión, que sólo le causaba asco.

Él simplemente entraba y se paraba allí, en la puerta, a observar lo que aún quedaba en pie. Lo poco que aún servía de allí dentro.  Paredes que antaño parecían recubiertas de un tapiz vivo y colorido ahora estaban  plagadas de moho y polvo que llenaban el aire con esa neblina verdosa que hacía tan difícil mantener los ojos abiertos y respirar profundamente.

La lampara de techo solía ser de bronce y cristal... sí, de ese... ¡de Swarovski! porque ese era el cristal de moda, ¡y la lámpara que iluminaba la habitación mental debía ser magnífica e inmensa...! de esa lámpara sólo quedaban recuerdos, unos cables aún amenazando un cortocircuito que acabaría con lo poco que quedaba en pie.

Libros podridos al pie de la biblioteca que se jactaba de poner a la mano las más grandes obras de la Literatura Universal, ahora la literatura del polvo. Un escritorio para diseñar planes y sueños que ya era víctima insalvable de las polillas mentales. Bichos implacables las polillas mentales. Pueden acabar con todo a una velocidad pasmosa.

No pudo evitar dejar caer una lágrima al ver lo que a él le gustaba llamar el "sillón de las sonrisas". Toda mente que se respete debe tener un sillón donde su dueño se postre a disfrutar cada uno de esos momentos de felicidad extrema que se proyectan en la pantalla de la mente, cosa que también debe tener toda mente que se precie. A ese sillón el lo llamaba así: el "sillón de las sonrisas". Piel de la mejor calidad, sobre un armazón de las mejores maderas traídas de donde salieran las maderas mentales. Ahora víctima de alguna especie de sádico asesino subconsciente. una veintena de heridas abrían al amado sillón en toda su envergadura, mostrando lo que parecían ser bocas acolchadas y macabras esperando tragar todo lo que en ese sillón se gestara. Ya no había más sonrisas en ese sillón.

Un piano de media cola de lo más fino que se podía conseguir en una época en los mercados de la imaginación, que exhibió majestuosamente su semblante imbatible y que llenó la habitación de tantas hermosas melodías irrepetibles, porque en la mente no hay partituras eternas, todas cambian en cuestión de segundos, ahora yacía en el suelo de medio lado, una pata partida, casi la mitad de sus teclas partidas, muchas cuerdas perdidas. Sólo un Re bemol se mantenía intacto, ese que nunca quiso escuchar.

Pero lo más triste era la cama. El lecho dónde tantas veces hizo el amor a tantos recuerdos. Un colchón que aún conservaba el aroma de un cuerpo que ya no recuerda si de verdad existió. Se sentó en el borde de la cama y notó que ese olor se confundía con el olor de la sangre. ¿cuál sangre? ¿por qué sangre? nunca nadie había muerto allí dentro. La cama era un amasijo de hierros oxidados. El colchón, sin embargo, se mantenía intacto del lado izquierdo.

Eso era lo que quedaba de su aposento mental, de lo que algún día fue su mejor lugar para estar. Un lugar que detestaba, pero del cuál no lograba, y no quería salir.

Se sienta en un rincón, allí donde el tapiz de las paredes aún no olía tan mal, y decidió llorar. Cuando alguien toca su hombro.

Ella...

Era ella...

La mujer era pálida, alta. Él la reconocía, a pesar de no haberla visto tan de cerca. Nunca la habría creído tan hermosa. Y quiso preguntarle a la gente si podían reconocer su hermosura, pero nadie más era capaz de verla a ella, ni de escucharlo a él.

Ella se arrodilló frente a él, acarició su cara, el tacto de su mano era frío, demasiado, por un momento él sintió que no había piel en esas manos, pero no se atrevió a mirar. La sonrisa de ella era perfecta, era sanadora, aunque implacable.

- Ven -dijo ella-
- ¿A dónde? -preguntó él, confundido-
- A un sitio donde no se sufre, a un lugar donde nadie hace falta, donde nadie hiere, donde nadie daña. Un sitio donde ya no se siente culpa. Un sitio donde la verdades son completas, donde las mentiras nada dicen. Un lugar donde nada se pierde, porque nada es tuyo.

Ese lugar -pensó él-, era un lugar para cobardes... y él no era un cobarde, ¿o sí? ¿Acaso los últimos meses de su vida lo habían hecho tan irreconocible para él mismo que ya no era capaz de asegurar no ser un cobarde?

Tu cerebro ha sido tu traidor, dijo su neurólogo. Pero el grabador que aún funcionaba en su habitación sólo repetía juicios.

Termina de un sorbo su café.

Da una última calada a su cigarro.

Toma su mano, y corrobora que no tiene piel, sin embargo no tiene miedo a esa mano toda huesos.

Cierra los ojos, y la besa.

Las besa a las dos...

Más nunca besará.

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